martes, 15 de junio de 2010

LA HERIDA ABIERTA…



Desde la ventana del autobús Germán comprobó el colorido de los puestos de flores, más abastecidos que de costumbre dadas las fechas. Bajó tan ágilmente como sus años le permitían. Y tras departir con la florista a la que acostumbraba comprar los ramos se encaminó con las flores al interior del cementerio como hacía cada año en vísperas de la fiesta de los Difuntos. Primero sacudió como pudo la lápida con un trapo que llevaba en la bolsa. A continuación se acercó a la fuente próxima y llenó de agua la botella de plástico que había traído. Después la fue vertiendo sobre el mármol concluyendo así la limpieza. Tras depositar las rosas, se sentó a contemplar el resultado en uno de los bancos que había justo en frente.

-Tampoco hacía falta que te esmerases tanto con mi lápida. Total… ¡para lo que va a durar limpia! –oyó a su espalda una voz familiar rompiendo el silencio.

-¿Madre? –dijo Germán levantándose. ¡Estás viva! –exclamó sorprendido y contento.

-No hijo, no. Muerta y bien muerta –le espetó despejando sus dudas. –Venga, levántate y date prisa, que ya mismo será “la salida” y tenemos que buscar a tu padre –terminó en su tono exigente de siempre mientras echaba a andar.

-¿Qué salida? –preguntó mientras por detrás la seguía.

-Tu padre y los compañeros que van a salir de la fosa, como cada año –dijo ella volviéndose como para esperarle.

Para estar muerta, su madre caminaba tan deprisa como Germán la recordaba. Y a duras penas conseguía alcanzarla. Pronto comprendió que se acercaban a donde se creía estaba enterrado su padre: una fosa enorme que fue acotada durante el primer mandato en la ciudad de un alcalde progresista casi al inicio de la Democracia. Y sobre la que se erigió –con la discreción que imponían las circunstancias- un monolito en recuerdo a los fusilados republicanos que los sublevados habían ido matando desde aquel fatídico mes de julio y durante todo el verano, cuando él era un niño.

Al llegar, había muchísima gente en torno al monumento. Y ella, con la diligencia que la caracterizaba, se fue abriendo paso hasta llegar a no tener a nadie por delante. Tan sólo una original balaustrada sobre la que apoyarse.

De entre algo parecido a una polvareda blanca que lo envolvía, tan espesa como la niebla, iban saliendo hombres sin parar. Hombres maduros. Y también jóvenes… ¡Míralo! –exclamó su madre. ¡El de la gorra gris! –afirmó mientras le hacia señales con el brazo. ¡Juan Antonio! –le gritó. A lo que él respondió con aquella sonrisa blanca, bajo la tupida y recortada barba que de siempre la enamoró, en tanto se abría paso hasta llegar donde ellos estaban. Se abrazaron en medio de un mar de afectos a su alrededor. De efusiones. De reencuentros queridos. Deseados.

-No. No son pulseras –le dice su padre, con la voz grave que le provoca el recuerdo amargo, al sentir los ojos de Germán sobre su muñeca, liberada del puño de la camisa por dar una calada al cigarro que fuma.

–Son lo que queda de los alambres con que nos amarraban antes de darnos el tiro –termina diciéndole éste mientras extiende sus brazos para que lo vea mejor.

Apartados ahora, y sentados los tres sobre una lápida a modo de banco, sus sombras se proyectan merced a la luz de una luna llena. Tiempo de preguntas que nunca pudieron hacerse, de respuestas… y de concluir que es el momento de los nietos. Los hijos bastante tuvieron con sobrevivir. Mientras hablan pausadamente y las voces se escuchan algo más alejadas, su madre le pasa un brazo por encima al marido añorado mientras recuesta su cabeza sobre el hombro de él.

-¡¡Es la hora!! ¡Todos a la puerta! –grita alguien que se acerca entonces de entre el tumulto de gente para avisarles.

Mientras se unen a la muchedumbre murmulleante, la madre, responde a Germán, aunque éste no ha preguntado nada. Que la cara a veces no necesita lenguaje que la interprete.

-Vamos a recibir a los que están “fuera” –le dice ella.

-¿A los de fuera? –cuestiona ahora éste.

-Sí. Cada año, en esta noche, los que están en las zanjas y en las cunetas vienen a juntarse con los que están en el cementerio –le explica el padre.

-De alguna manera hay que demostrarles que aunque los vivos los tratéis como tal, no son unos perros –reafirmó ahora más serio.

Al pararse, vieron por encima de las cabezas de la muchedumbre abrirse girando las cancelas de hierro de la entrada al cementerio. Fue entonces, y sin que mediara palabra alguna, que todos se fueron apartando a ambos lados de la avenida, bordeada de altos cipreses, hasta dejar despejado, y visible, el adoquinado del suelo. Poco a poco, una procesión de hombres y mujeres fueron entrando… El murmullo, finalmente, se hizo respetuoso y cortante silencio.

-¿Tanta gente hay mal enterrada? –bisbiseó Germán a su madre, a la vista de lo que sus ojos contemplaban.

-Más de lo que los vivos calculáis –sentencia ésta sin dejar de mirar el paso lento de los que desfilan agradecidos por las muestras de respeto con que son recibidos. Y que manifiestan con su mirada, con su sonrisa. Y en el asentimiento con la cabeza. O llevándose la mano al corazón.

-¡Oiga, señor¡ -Oye decir mientras siente una mano sobre su hombro. -¿Se encuentra bien? –pregunta el guarda de seguridad mientras Germán vuelve en sí, se remueve en el banco y comprende por fin que se ha quedado traspuesto. Y se disculpa por ello.

-Estamos cerrando ya. Móntese conmigo en el coche y le dejo en la puerta de entrada –le dice el joven mientras le señal el vehículo estacionado.

Mientras el taxi que requirieron desde la oficina de vigilancia a la entrada del recinto bordea la rotonda para salir del cementerio, Germán mira desde el asiento junto al conductor como los puestos de flores hace rato que cerraron ya. Desembocando a la carretera y sin dejar de conducir, el taxista manipula la emisora hasta seleccionar una cadena con tertulianos opinando. Germán, aunque se siente incómodo con lo que oye, calla con la prudencia de siempre.

-Con la de problemas que tiene España y algunos intentando remover la mierda. ¿Por qué no dejaran a los muertos tranquilos? ¡Menos cuentos con la memoria histórica y más solucionar el paro! –dice el conductor.

-¡Haga el favor de parar! –exige Germán fulminándolo con la mirada.

-¿Cómo…? No hemos llegado donde me dijo –dice el taxista.

-Soy yo quien contrata su servicio. Pero nada más. Y si le digo que pare, me para. No tengo por qué oír las necedades de un nazi por muy periodista que diga ser. Pero mucho menos sus estúpidos comentarios ¿Entiende de qué coño le hablo? ¡Cóbrese! –le dice dándole un billete con energía.

Y a continuación y mientras el taxista perturbado busca para devolverle el cambio le dice: -Mire: para pasar una página, primero hay que leerla. ¿Usted y los que son como usted la han leído? ¿Saben qué fue lo que pasó en este desgraciado país hace más de setenta años?

-Oiga, señor: ¡Estamos en democracia, y cada cual piensa lo que quiera! –dice el taxista ladeándose para alargarle la vuelta.

-¿Democracia? –pregunta Germán con la puerta aún abierta. ¿Dónde está enterrado el dictador ostentosa y obscenamente? ¿Dónde continúan mal enterradas sus víctimas? ¿Qué se hace con quien desde la justicia pone nombre al franquismo y apellido a sus fechorías? ¿Qué clase de Democracia no es capaz de sacar a la luz su propia y nauseabunda reciente historia? ¡Váyanse al carajo! –le espetó con un sonoro portazo.

Germán caminó con un brío como hacía tiempo no le salía del cuerpo. Tanto, que casi dio un traspiés pisando el borde de la carretera. Al adelantarlo, el taxi le tocó el claxon.

¡A la mierda….! –gritó. Y siguió caminando.

©narbona


“A quien dice: dejad en paz a los muertos, les respondo: ¿están los muertos en paz? ¿Estamos en paz con ellos?”

Joan Manuel Serrat


Contra la impunidad

El momento de cerrar la Transición

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viernes, 4 de junio de 2010

TOCCATA E FUGA...




Cuando en el descanso a la mitad de un partido se mezclan la euforia, la cerveza y la mirada más interesante que hayas podido cruzar en tu puta vida, el resultado puede ser prometedor. Cuando el portador de la mirada es de tu mismo género, la mezcla puede ser tan explosiva como impredecible.
La cantina estaba como el pabellón de baloncesto. A tope de gente. Tras venir del baño, Juan pensó que no conseguiría tomarse una cerveza sin que comenzara el partido de nuevo. Fue entonces cuando le vio. Estaba a punto de que le atendieran. Y como si le hubiese llamado con el pensamiento, él volvió la cabeza y se miraron.
-¿Cerveza? –le dijo gritando desde donde estaba.
-Sí. . . Sí –afirmó Juan intentando aproximarse hasta la barra, sorprendido gratamente por lo inesperado de su actitud.
Al llegar a su altura, le pasó el vaso y con la mano ahora libre se la extendió presentándose.
-Me llamo Miguel -le dijo esbozando una sonrisa que a Juan le pareció increíblemente hermosa, además de sincera.
Juan se había fijado en él antes, aunque no sabía bien en qué momento. Posiblemente porque nada atrae más a un solitario que la presencia de otra soledad en medio de una marabunta de gente. Y el azar hizo que esa tarde los únicos asientos libres de la zona en que solía sentarse estuviesen en la misma fila y junto al que él ocupaba. Habían coincidido ya en otros partidos. Y pareciera que ambos sentían preferencia por ese lugar en concreto de la grada.
Y aunque habían intercambiado, debido a la proximidad de los asientos, algún comentario en momentos claves durante la primera parte del encuentro, ahora, con la cerveza en la mano y fuera de la grada, Juan comenzó a notar que era más importante aquello de lo que no hablaban que la conversación que mantenían acerca del comportamiento del nuevo fichaje del equipo local. Una excusa en realidad para romper un hielo que empezaba a derretirse por las ganas de entablar comunicación con el otro que ambos tenían. Se sentaron juntos tras el descanso. Y al salir, el pretexto fue una cerveza más para festejar que ganaron los locales. A partir de ahí, quedaron para acudir juntos a ver los encuentros del resto de la temporada, apuntando incluso la posibilidad de desplazarse siguiendo al equipo cuando éste jugase fuera de la ciudad.
Varios encuentros más fueron lo suficiente para hacer pensar a Juan que estaba ante algo que bien podría ser crucial en su existencia. Sobre todo a partir de aquél sábado en que quedaron para tomar un café en un rincón de playa que éste conocía. Cuando cogieron el coche para regresar, Miguel le pidió que parase justo en un montículo desde el que se divisaba una excelente puesta de sol sobre el mar. Al bajar del coche, éste, con sumo cuidado extendió sus manos para colocar correctamente el cuello de la chupa de Juan ante la mirada sorprendida de éste. Cuando Miguel terminó sus ojos se encontraron. Y sus sonrisas también. La ternura, algo a lo que Juan no estaba acostumbrado precisamente, hizo acto de presencia. Ese gesto, tan espontáneo como gratificante, sería determinante para Juan. Se sentaron sobre el capó. En silencio. Volvieron a mirarse. Y nada ni nadie pudo impedir que con toda la serenidad, la delicadeza y el cuidado del mundo, los labios de ambos se buscasen. Juan comprendió entonces que la inmensa belleza de la ternura y del tacto no era patrimonio de ningún género, y sí de todos, por el contrario.
Desde aquel mismo instante, Juan quedó noqueado emocionalmente. Pasaba del deseo compulsivo de verle y estar con él al vértigo que, en frío, le daba pensar acerca de la naturaleza de su pasión, prometiéndose retomar el control de sí mismo. Pensaba en que aquello no estaba bien. Siendo así que tratar de conciliar los sentimientos que experimentaba con la razón llegó en algunos momentos a producirle un serio desgaste emocional. No podía afirmar que no le gustasen las mujeres. Tampoco que le gustasen los hombres. Pero una cosa sí tenía clara: que Miguel sí que le importaba. Sabemos cuando estamos ante quien es la horma de nuestros zapatos en cuanto le vemos. En el peor de los casos, cuando es un poco tarde, no hay solución, o ésta es traumática. Y en su reflexión, calibró que en ese momento de su vida, había un antes y un después de haberle conocido. Pero con tiempo, y tras sus primeras reticencias, concluyó que finalmente no llegaba a imaginar la vida ya sin él. Evolucionando e introduciendo cambios en su manera de pensar. Aceptó que el hecho de que la felicidad pudiese venir con falda o con pantalón era, al fin y al cabo, irrelevante. Pensó que lo realmente importante era, en primer lugar, que supiésemos verla llegar. Y en segundo, que tuviéramos la decisión, el coraje y la voluntad para abrirle la puerta de nuestra vida sin reservas. Para no dejarla escapar. Porque determinados trenes sólo pasan una vez por el andén.
A medida que los encuentros se iban produciendo, la atracción entre ambos iba en aumento. Una vorágine a medias entre fuertes emociones y sexo en la que no se sabía dónde terminaban unas y donde comenzaba otro se fue instalando en ellos. Juntos, eran pólvora con fuego. Y Miguel le dio a conocer registros de sí mismo de los que no tenía la menor idea de que existiesen. Y a los que no iba ya de ninguna manera a renunciar.
Cada vez más era claro que Miguel era la persona con la que quería compartirlo todo de ahora en adelante. Eso sí, al menos en principio –y en esto coincidían- sería la discreción la tónica que impregnaría su relación de cara al exterior. Y aunque se sabía correspondido por él, lo único que le desconcertaba de Miguel era el hecho de que cuando intentaba conocer más de su vida personal, de su mundo diario inmediato -en un afán tan natural como propio de cuando comenzamos a conocer a alguien-, él le miraba y siempre le decía lo mismo:
-No hablemos de eso… ¿Vale? Me tienes. Y eso es lo que te debe importar, por ahora. Ya habrá tiempo para lo demás…
Marisa estaba en el portal bien pertrechada para una tarde desagradable, paraguas en mano. Juan iba a tocar el claxon cuando ella le hizo un gesto para que esperase. Hizo una llamada por el móvil. Luego colgó, abrió el paraguas y se dirigió hasta el coche.
-Perdona, pero le estaba diciendo a Berta que bajara. Tenemos que recogerla. Ahora te digo por donde –le dice mientras él la mira con gesto de sorprendido.
-Ojo: Te he llamado. Pero tu móvil me daba fuera de servicio –se justifica Marisa.
Automáticamente, Juan coge el móvil. Lo mira. Apagado. ¡¡Mierda!! –se dice para sí ante semejante error por su parte. Durante los últimos siete meses no se permite tener ni un segundo desactivado el teléfono. Siempre con la esperanza puesta en la probabilidad de la llamada que espera a pesar del tiempo transcurrido.
-Tú no la conoces. Pero me llamó y no pude hacer sino decirle que se viniese con nosotros –prosigue. Es una tía estupenda, ya verás. Te gustará –continúa.
Y antes de que Juan pueda decir algo, añade:
-Compré las entradas ya. Sólo tenemos que retirarlas en taquilla.
-Vale –dijo Juan resignado aunque acostumbrado a tener manga ancha para los imprevistos y pendiente ya del tráfico.
Fue después de aparcar cuando añadieron un beso a la fugaz presentación que tuvieron al recogerla camino del cine. La primera percepción de Juan fue que había algo en Berta que le resultaba de algún modo familiar. Aunque no sabía qué exactamente, era bien claro que jamás la había visto con anterioridad. El siempre confiaba en las primeras impresiones. Y con Berta tuvo buenas vibraciones desde el primer momento.
-Espero que no seas de las que hablan mucho durante la peli –bromeó Juan sonriéndole.
-Ah, no te preocupes... Cuando se apagan las luces sello mis labios –le contestó Berta. Además, no suelo comer nada en el cine –prosiguió ésta. Y agarrándole del brazo le cuchicheó con complicidad: Marisa me ha aleccionado muy bien sobre ti –terminó diciéndole. Los tres rieron distendidamente por su comentario.
Dicen que el cine es el lugar donde más soledades se juntan. A oscuras, nos quedamos solos ante la historia que contemplamos para meternos en ella. Salvo que algún percance pueda distraer la atención. E ir en grupo suponía, para Juan, incrementar la posibilidad de que surgiesen con más facilidad.
Solía decir que él “no iba al cine”, sino a ver una película determinada. Por eso, y una vez iniciada la sesión, Juan era, a partir de ese instante un gruñón para cuantos hiciesen comentarios o cualquier tipo de ruido. Para las catarsis colectivas con comentarios, gritos, y gesticulaciones varias, estaban los estadios deportivos -afirmaba. Por eso generalmente prefería ir sólo al cine. Sin embargo, con Marisa sí que iba. Tenían gustos muy similares. Se acoplaban muy bien.
Se conocían de trabajar en la misma empresa, aunque en departamentos diferentes. Y como todos los solitarios, era en el trabajo donde volcaban sus neuras y sus malos y buenos momentos. Juntándose también para compartir momentos de ocio. Y aunque disponían de mucho tiempo para dialogar, Juan tenía zonas inaccesibles de su intimidad que guardaba bien impermeabilizadas del exterior. Incluso para ella.
Berta no hizo más que dejar su abrigo en el perchero de la entrada cuando Marisa se excusó para ir al baño. Antes de irse a preparar algo para picar, le dijo a Juan que se acomodara señalando la zona del salón donde se ubicaban dos sofás idénticos, colocados en ángulo.
-Juan: como si estuvieses en tu casa. Vuelvo en seguida –dijo Berta, antes de irse a la cocina.
El hubiese querido irse a casa en realidad porque se sentía algo cansado. Pero al dejar a Berta de regreso, ésta insistió en que subieran a tomar algo. Aunque Juan supuso que más bien era que no quería estar sola, accedió ante el intercambio de mirada que tuvo con Marisa, que interpretó en tono suplicante por su parte para que accediera al deseo de su amiga.
Mientras hacía un lento barrido visual, en una primera impresión el lugar le pareció informalmente ordenado y francamente agradable. Acogedor. Y constataba una vez más la mano de una mujer en el resultado final. El apartamento aparentaba no ser pequeño, teniendo en cuenta las dimensiones del salón. Espacioso tal vez para una persona sola, pensó para sí. Razón por la cual Juan se planteó por vez primera en toda la tarde si Berta tenía pareja o vivía sola.
Tan pronto como sus ojos toparon con la foto, obtuvo respuesta a su pregunta. Pero al mismo tiempo todo él fue pura conmoción. Terremoto interior. Se acercó hasta el rincón donde se ubicaba para cerciorarse de que era cierto lo que veía. Sobre una mesa restaurada que servía de escritorio anexa a la pared se encontraba la fotografía. La sonrisa de Miguel, inimitable, lo acariciaba de nuevo. Un tropel de caballos en su pecho casi no le dejaba respirar. Tuvo que aferrarse al respaldo de la silla anatómica como buscando apoyo a su inestabilidad emocional.
La desaparición repentina de alguien que nos importa, sin que lo esperemos, siempre causa estragos. Y dolor. Siempre. Pero si la misma se produce sin la existencia de una explicación que la justifique, a lo anterior habrá que sumar, además, el estupor. Llevaba siete meses sin verle. Por eso, cuando Miguel no acudió a su cita habitual ni el día que tenían previsto ni ninguno de los siguientes, Juan comprendió que el exceso de discreción, cuando menos por parte de Miguel, y que él había aceptado como normal a fuerza de ser cotidiano, hacía que se diese cuenta de que el único nexo de contacto entre ambos se reducía a su móvil y a una cuenta de correo electrónico. Se culpó de no haber sido algo más exigente con él en ese asunto. Pero nunca estuvo en su ánimo forzarle. Tenía la esperanza de que eso madurara. Y le dio tiempo, tal y como él quería. No insistió. Sin embargo, ahora, a toro pasado, desconocer tanto de la persona que constituye el eje de tu existencia no sólo no era de recibo sino que le parecía imperdonable. Desechaba incluso la posibilidad de que aquél hubiese salido con un “ahí te quedas” sin más. No le cuadraba nada con la persona que conocía en intimidad. Pero, la dura realidad era que no sabía ni tenía modo de localizarlo. Ni tan siquiera amigos comunes, o simplemente conocidos.
Los viernes que había encuentro acudía sólo al pabellón, como antaño. Aunque casi no prestaba atención a cuanto se libraba en la cancha. Fila a fila, asiento a asiento recorría todo el graderío durante la hora que duraba el partido, buscándolo. Y cuando caminaba por las calles apenas si se fijaba en nada que no fuese la gente, el buscarle entre el horizonte de cabezas en movimiento. No dejaba de sorprenderse viéndose, o mejor, sintiéndose caminar de la forma en que él lo hacía, de tan adentro que lo tenía. A veces un vuelco del corazón para terminar en alguien que se le parecía, de lejos. Cada vez que pulsaba el móvil, fuera la hora que fuese, la misma cantinela: “Apagado o fuera de cobertura”. En cuanto al correo electrónico, finalmente le llegaban devueltos todos con la coletilla de que el usuario tenía el buzón sin capacidad. Quizás porque Juan, con sus infinitos mensajes, contribuyó también a atascar.
A medida que el tiempo transcurría aumentaba su dolor. Y el llanto a solas como única válvula terapéutica. Y cuando le asaltaban las dudas de si aquello había pasado o no, acudía a leer los mensajes escasos pero que afortunadamente había conservado en el móvil. Otras veces, releía las misivas que habían intercambiado Miguel y él a través de internet. Eso le hacía ver que no había sido una invención de los sentidos. Era, al fin y al cabo, una prueba poética de que era cierto. De que había pasado. Al pasar por los sitios donde estuvieran, una punzada en el pecho le recordaba los instantes vividos en el lugar que se tratara.Y es que, cuando se tiene o se está ante la certeza de que hemos dado con la otra mitad de la pelota, y que además te corresponden, entonces es cuando las piezas encajan en el puzzle de la vida. Todo cobra su sentido. Y aparece el color. Haciéndonos conscientes del gris en el que vivíamos. Y entra en liza la luz que todo lo ilumina. Y todo invita a vivir… Ahí estaba de nuevo, sonriéndole. Haciéndole brotar cosas en el pecho. En una foto.
Sólo las voces de ellas por el pasillo le devolvieron de nuevo a un tiempo real y en movimiento, porque momentos antes todo le parecía haberse parado. Se apartó yendo un momento al baño para restablecer de alguna forma su compostura. No quería, ni mucho menos le apetecía, tener que dar lugar a explicaciones. Por eso, disimuló la situación cuanto pudo y aceleró el instante de marcharse a casa alegando de nuevo el cansancio, que ahora ciertamente se había duplicado por las emociones. Lo fundamental ya lo tenía. Le había encontrado. Ahora precisaba soledad para poder sopesar la nueva situación.
-Tenemos que hablar con él –Le dice Marisa al otro lado del móvil.
-¿Por...? –contesta ésta.
-Me ha preguntado por ti. Que si tenías pareja –dice Marisa. Y, bueno... aunque me salió de pronto decirle que no sabía, he cambiado diplomáticamente de conversación para eludir el tema –termina diciendo.
-Bueno... podríamos quedar para comer el sábado. Y lo aclaramos –sugiere Berta.
-Sí. Tal vez sea una buena idea. Veré de quedar con él. Ya te aviso –contesta Marisa.
Cualquier pretexto que le permitiera estar cerca de Berta era válido para Juan. Por lo que la idea de comer el sábado le pareció plausible. Aunque no sabía como abordar el tema, siempre cabía la posibilidad de que estando juntos surgiese una oportunidad que alumbrase su necesidad de saber de Miguel.
El pequeño restaurante en el que habían quedado le era de sobras conocido, ya que había compartido con Marisa más de un almuerzo allí. Era ella la que lo eligió no sólo porque se comía bien, sino porque no era caro y el rincón en el que se ponían normalmente les resultaba entrañable.
-Ahí llega –le dijo a Berta que estaba echando una ojeada a la carta. Por cierto –continuó- esta mañana me preguntó si vendríamos solos los tres. Lo noto rarísimo últimamente –terminó casi entre dientes Marisa ante la proximidad de Juan.
A mitad de la comida ya, Marisa, levantando su copa de vino propuso un brindis en tanto intercambiaba con Berta una mirada de complicidad que a Juan no le pasó inadvertida.
-¿Por qué brindamos? –preguntó éste mientras cogía su copa.
-Pues por nosotras Juan. Por nosotras dos. Queríamos que fueras testigo y aprovechar para decírtelo: hace poco más de un mes que Berta y yo estamos saliendo –dijo Marisa mientras Berta le miraba en silencio auscultando su reacción.
Juan, que no pudo evitar poner cara de sorpresa y de no entender nada en un primer momento, reaccionó levantando la copa y sonriendo. Después de beber, un silencio alarmante. Luego quisieron romperlo diciendo algo los tres al mismo tiempo. Rieron.
-Pensamos que debías saberlo –le dijo Marisa mirándolo ahora con dulzura y poniendo su mano sobre la suya, en un intento de no romperle ningún esquema. Me pareció que estabas interesado por Berta y debías saber lo que había –terminó diciéndole.
-¡Oh... no es eso! No es eso. Pero… no sabéis el respiro que me dais con vuestra noticia –afirmó Juan.
-¿Os puedo preguntar algo...? –les dijo a renglón seguido.
-¡Si... claro! –dijeron casi al unísono ambas con expectación
-No sé como decírtelo Berta, pero… ¿cual es el papel de Miguel en todo esto? –preguntó dirigiéndose a ella.
-¿Miguel? ¿Quién es Miguel? –dijo Berta con cara de sorprendida y mirando luego nuevamente a Marisa absolutamente perdida.
-En tu salón tienes una foto de él. La vi la otra noche –le dice Juan.
-¿La de Mikel? Esa foto es de mi hermano. Así… es como le hemos llamado siempre en casa –le aclara Berta.
Juan respira como si se desinflarara después de la tensión. Coge aire y lo suelta:
-Dime como puedo localizarlo, por favor. Tengo que hablar con él –dice casi implorando.
Berta, sorprendida, gira la cara mirando a otro lado sin ver nada. Vuelve luego la cabeza pero no es capaz de levantar la vista. Ni de articular palabras. Sus ojos se humedecen. Marisa, que enseguida y sin dejar de mirarla le agarró la mano más próxima con las suyas, en un intento de protegerla contra el dolor. Para, a continuación, pasarle un pañuelito de papel luego de hurgar precipitadamente en su bolso.
-Juan, hace siete meses que Miguel tuvo un accidente mientras conducía –le dice Marisa mirándole fijamente. Chocó de frente con otro vehículo. El que lo conducía iba bebido –continúa diciéndole. Murió al instante –termina ésta mientras se levanta para seguir a Berta al baño.
Sólo el dolor. Y nada más. . .
La privilegiada orientación del sofá donde se sientan les permite contemplar, mientras conversan pausadamente y sin prisas, cómo el sol se va ocultando por el horizonte. Mientras los últimos rayos, extremadamente dorados ya, van dejando espacio a la penumbra. Y aunque las luces de la ciudad comienzan a cobrar protagonismo, ninguno de los dos se mueve para encender la lámpara de mesa junto a ellos. Lo dejan estar.
-¿Qué voy a hacer Marisa? Antes, al menos, cabía la esperanza de encontrarle de nuevo. Pero... ¿y ahora? ¿A qué me agarro? –le dijo mirándola.
-Tuviste el privilegio de conocer el amor, Juan. Disfrutaste como nadie de él mientras duró. Y Miguel te correspondía. ¡Alégrate por ello! ¿Sabes? No todo el mundo tiene esa posibilidad. No todos pueden contar algo así –le dice ésta, a sabiendas de que el tiempo es un elemento terapéutico indispensable para aflojar la tensión.
-No es justo, tía. Estábamos en lo mejor... –dice Juan.
Marisa lo mira. Lo atrae hacia sí besándole la frente. Y abrazándolo.
-Le voy a querer siempre... –dice Juan mirando la foto de Miguel que Marisa le ha traído.
-Qué guapo está el muy cabrón aquí, ¿verdad? –pregunta sin dejar de mirar la fotografía. Marisa sonríe dándole la razón en silencio.
-¿Sabes? Lo que más echo de menos son sus besos. . . porque besaba como dios –dice mientras que sus ojos se llenan de lágrimas. Y luego sonríe un poco para sí. De pronto recuerda una tarde de encuentro furtivo con Miguel. Y a éste, mientras le levantaba en brazos diciéndole: ¡Mis besos hoy te van a gustar más que nunca! Porque saben a café. A café recién tomado. . .

©narbona

“Como si se pudiese elegir en el amor, cómo si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio…”
(Cortázar.)

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