jueves, 22 de abril de 2010

IN MEMORIAM...



Aún cuando tenía tarea por delante, el Alcalde no era una persona inasequible para sus vecinos, precisamente. Sabedor de que no hay nada mejor que la conversación de tú a tú para conocer de primera mano por donde respira la gente, lo que desea, o lo que pueda molestarles, jamás se negaba a recibir a nadie, estuviese o no ocupado. Y a tenor por el número de legislaturas que llevaba repitiendo, no debía estar haciéndolo mal.

Desde su despacho podía contemplarse apenas levantando la vista, toda la calle principal del pueblo. Y la temperatura, que comenzaba a ser agradable permitía tener abiertos los ventanales de la balconada.

-¿Te ha dicho a qué viene?-preguntó al Auxiliar.

-No. No me lo aclaró. Insistió en hablarle personalmente –contesta éste.

–Bueno, dile que entre –le indicó el Alcalde.

A pesar de sus años, el anciano que contempló dirigiéndose hacia él, parecía tener la soltura propia de quien tiene una complexión delgada por naturaleza. Se levantó de su asiento al tiempo que se inclinaba sobre la superficie de la mesa extendiéndole la mano en señal de saludo. A lo que éste le correspondió pero sin dejar de mirar ni un momento, tal y como parecía hacer desde que entró en la estancia, una fotografía ampliada y adecuadamente enmarcada del último alcalde de la República en el pueblo. Con más torpeza que al andar, tomó asiento a la indicación del edil. Pero sus ojos volvían de nuevo hacia la fotografía que presidía el despacho.

–Usted dirá Julián –le dijo a la vez que tomaba asiento también.

–Era una buena persona, ¿verdad? –le preguntó el viejo haciendo un gesto con la cabeza indicando claramente la fotografía.

Justamente hacía una semana tan sólo había celebrado un almuerzo con una agrupación de gente mayor. Cuando alguien nombró a José, el alcalde socialista, todos los comentarios que oyeron acerca de él tenían un denominador común: su bonhomía. Era una persona generosamente buena. En eso coincidían todos. En sus ratos libres había tenido tiempo, en los años que ahora llevaba de alcalde, de haberse leído las Actas existentes de la época en el Ayuntamiento y decidió recuperar su figura. Tuvo la “osadía” de ponerle su nombre a la calle principal cuando la peatonalizó. A pesar del toque de atención que desde su mismo partido se le hizo para no “levantar ampollas” por esa iniciativa. Durante el discurso protocolario de inauguración habló de su integridad y de la eficacia de su gestión. Truncada como la de tantos otros por lo que se vino encima.

–Sí… Sí que lo era –le contestó el Alcalde volviendo de su ensimismamiento.

–No sabe cuánto me he arrepentido, dijo el anciano ahora mirándole a los ojos, de haber encabezado el pelotón que lo fusiló –terminó afirmando ante el edil, sorprendido por tan inesperada confesión.

Por la cabeza del alcalde pasaron velozmente, agolpándose, el sinfín de imágenes que de aquel predecesor en el cargo tenía acumuladas. Tenía 33 años. Una mujer de 28 que quedó vestida de negro para siempre desde el instante mismo en que le subieron a un camión para llevárselo, y tres niñas muy pequeñas. Una cuarta, en el vientre de la madre aún y que el sufrimiento se encargaría de abortar a los cuatro meses. Y a tirar para adelante en una nueva España, más vieja y más rancia que nunca.

-Un poco tarde ¿no?... Para arrepentirse, digo –le aclaró con un tono de voz que denotaba la tristeza que le provocaba la imposibilidad de modificar lo irremediable.

–Ahora, si me disculpa, tengo cosas que atender –dijo el edil poniéndose en pie en un evidente gesto de dar por terminada la charla. Si había algo de rabia en el asunto, se lo quedó para sus adentros. Con pesadumbre, el anciano hizo lo mismo. Y asintiendo con lo cabeza, se encaminó hacia la salida. Justo cuando tenía entreabierta la puerta del despacho oyó de nuevo la voz del alcalde a su espalda:

-Julián… dígame una cosa: ¿mereció la pena? –le dijo éste mientras le miraba fijamente.

El anciano le devolvió la mirada, ahora más triste. Luego volvió a posar la vista sobre la fotografía. Bajó la cabeza y salió de la estancia sin decir nada más…


©narbona

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sábado, 3 de abril de 2010

Amaneciéndote...




Con las primeras luces
de cada amanecer
de vida

Cuando el rocío,
mano a mano con la brisa,
besando lubrican
nuestra desnuda piel

Desde una ventana
abierta
tan sólo para la Luna

Y cuando las persianas de mis ojos
lastran pesados cierres,
por candados de una noche plena,

A duras penas,
una mueca que se viste de sonrisa,
por recuerdos extraída,

Animan a mis desabrigados brazos
a encadenar tu cintura reposada
sobre sábanas revueltas

Y a que mis labios de besar, desgastados,
alienten de nuevo cada resorte
de tu cuello agradecido

A que mis dedos dancen
por cada palmo de tu piel deshabitada.
Anhelante. Anhelada.

Hasta alcanzar desprotegidos rincones
que, bajo susurros,
desatando van remolinos de humedades

Con las primeras luces
de cada amanecer
de vida,

La anaconda, vigorosa y complaciente,
de nuevo buscando va, deseosa,
su madriguera caliente...


©narbona