martes, 23 de marzo de 2010

CRACK...!!!



Ante el semáforo, busqué distracción con la vista para compensar la espera. Fue al frenar cuando me percaté de su presencia. Venía por la acera más próxima. Y quizás fuera su porte lo que en principio llamó mi atención. O tal vez la atrevida elegancia de sus colores, que la destacaban sobre el generalizado tono gris de aquella parte de la ciudad. Muy posiblemente, también, la seguridad y diligencia con que caminaba.

Era más que evidente que se ocupaba, y con qué esmero, de su apariencia. Aparecía impecablemente ataviada. Con pocos detalles, pero exquisitos. Y aunque no me llegaba, podía intuir que el rastro de algún perfume, a la altura de su buen gusto, la acompañaba.

Observándola, se desprendía que no era de ese tipo de gente que dejase nada al azar. Ni mucho menos a la improvisación. Y en cada gesto denotaba un permanente y férreo control de si misma. Llegué a pensar que era de esa clase de personas que no dan un solo paso sin previamente haberlo materializado mentalmente hasta familiarizarse con todo su recorrido. Calculando, incluso, cualquier posible sorpresa de última hora.

Es más, podía asegurar, sin temor a equivocarme, que una fuerte voluntad de ejecución -de una agenda bien trabajada previamente y mejor estructurada- era uno de los secretos de la firmeza con que la que desenvolvía todos y cada uno de sus movimientos. Y a saber si no era también su talón de Aquiles –pensé.

La imaginé consiguiendo en buena medida los objetivos que se propusiera. Y aunque en el peor de los casos, no llegase finalmente a la meta que se trazara, en el camino hallaría compensaciones suficientes no alcanzables para el común de los mortales.

No oí el crack. Los impacientes pitidos del resto de los conductores me lo impidieron. Sí vislumbré, ahora ya desde el espejo del retrovisor, los efectos devastadores que la rotura de un simple tacón puede causar en milésimas de segundos. Y de cómo toda una fortaleza aparentemente bien construida se desmoronaba estrepitosamente ante mis atónitos ojos…


©narbona

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jueves, 18 de marzo de 2010

Los gatos de Lorca...



La fachada de la casa permanecía tal y como aparecía en las antiguas fotografías tantas veces visionadas. Sólo que ahora, de cerca, parecía más pequeña y entrañable a pesar de tener un piso superior cuyo sencillo balcón venía a quedar por encima de la puerta de entrada. Mientras hacíamos tiempo para que quien nos tenía que mostrar su interior llegase, nos entretuvimos caminando por lo que ahora era tan sólo un simulacro de huerto cuyos surcos apelmazados y estériles, de barro seco, carecían de otra finalidad y mantenimiento que el de aparentar lo que una vez fue el huerto de la casa.

Nada más entrar fue como si un latigazo en mi memoria me trasladara a mi infancia. Era como volver un poco a la casa de mi abuela. Tantos eran los detalles.

-La casa está exactamente como la dejó la familia después de los acontecimientos y antes de exiliarse en América –aclaraba la guía para ilustrarnos.

Mientras algunas de las personas que coincidieron en la visita con nosotros preguntaban sobre este u otro asunto, sobre detalles conocidos entorno al poeta y su familia, y que como un lejano bisbiseo me llegaba de forma ininteligible, toda mi atención se recreaba por cada uno de los detalles y rincones de cada estancia de la casa. Las losetas de suelo hidráulico conformando los estilizados dibujos geométricos que se mostraban. Los cables de la instalación eléctrica, a la vista, forrados con tejido aislante y trenzados, que comenzaban su andadura por la pared desde un interruptor de porcelana blanca, al que había que pellizcar girándolo para su encendido, hasta alcanzar rudimentarias bombillas terminadas en sencillas tulipas de cristal que pendían del techo. La cal de las paredes. Las escaleras al piso superior revestidas como el suelo y en cuya intersección de losetas un perfil de madera añeja y seca conformaba la esquina de cada escalón. Los detalles de la cocina. Los fuegos de carbón con abanador para atizar las llamas. La habitación de Federico, parca y escueta con una cama de latón a un lateral pegada.

-Todo está exactamente como lo dejó la familia. Nada se ha modificado desde entonces por expreso deseo de sus herederos -repetía una vez más la guía.

Cuando salimos de la casa de la Huerta de San Vicente, pareciera que abandonábamos un santuario. Casi en silencio. Sorprendidos aún de la sensación de haber vuelto como de setenta años atrás, a mi pensamiento llegaban las palabras con las que se jactó uno de sus matarifes días después de su asesinato: “Al maricón, además, le he metido un tiro por el culo...”

Caminamos degustando los senderos entre árboles frutales y setos de lo que ahora, alrededor de la emblemática casa, constituía un parque público que la albergaba y al que habían denominado con el nombre del poeta. El suelo aparecía repleto de caquis rojo anaranjados, reventados, que habían caído por su propio peso y madurez.

-¿Dónde están mis amigos? -Oímos pronunciar a nuestra espalda en voz alta mientras tratábamos de sortearlas sin pisar el manchado suelo.

Al volvernos, vimos a un hombre mayor caminando con un saco al hombro que depositó en el suelo una vez que se paró.

Y como si de unas palabras mágicas se trataran, desde los múltiples y frondosos setos que delimitaban con sus dibujadas formas las distintas zonas del parque, cientos de gatos de todos los colores posibles y combinaciones imaginables hicieron acto de presencia en una especie de visto y no visto. Los había de todos los tamaños. Y rodearon sin pudor ni temor alguno a su conocido benefactor, que agachándose, introducía su brazo derecho mientras sujetaba con el otro el extremo abierto del saco para lanzarles las viandas tan acostumbradas como esperadas.

Tan sorprendente como inesperado espectáculo felino-multitudinario nos hizo olvidar por un momento el lugar en el que estábamos. Siendo un momento ciertamente extraño.

Tan extraño como lo es este país nuestro que permite que los restos de uno de sus poetas más emblemáticos -y probablemente más traducido de nuestra literatura- sigan enterrados en una cuneta como los de tantos ajusticiados en la oscura noche del franquismo, en tanto en cuanto, para mayor vergüenza e incomprensión, el dictador duerme su sueño eterno en el faraónico panteón que se hizo construir y en el que, aún hoy, le rinden honores sus seguidores. ¿Alguien puede entenderlo?


©narbona

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miércoles, 10 de marzo de 2010

De Atocha...

Foto: jacilluch





Al llegar, todo en mi alrededor se ralentizó. Tan sólo recuerdo la mirada perdida, como hacia ninguna parte, de los que quedaban en pie. Moviéndose sin saber muy bien hacia dónde.

Y el silencio. Sobre todo, el silencio...

Tan sólo roto de pronto, y casi al unísono, por una sinfonía de móviles sonando desde todos los rincones del destrozado tren.

Desde entonces, para mí la vida sigue... sí. Pero ya nada es como antes.


©narbona

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domingo, 7 de marzo de 2010

Mientras duermes...




Me gusta contemplarte
mientras duermes,
porque puedo recorrerte
con mis dedos de mirar.


Me gusta destapar
como te abrazas,
porque puedo caminarte
con mis ojos de tocar.


Me gusta velar la marejada
inquieta de tus sueños.


Y sobrevolar la calma chicha
de tu respirar sereno.


Tan solo rota por saberte
vulnerable.
Por sabernos indefensos.


¡Cruel máquina del tiempo!
Que haces devenir fugaz
lo que por vocación
es... eterno.


¡Cuánto dolor,
por el olvido que seremos!

©narbona